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miércoles, 4 de abril de 2012

Jóvenes artistas israelíes participan en la resolución del conflicto


Israel: Arte para una diplomacia
Que en Israel no todo el mundo vive pendiente del conflicto con los palestinos es algo que debe ignorar buena parte de la opinión pública europea, a la vista del esfuerzo que hace su Gobierno para publicitar el país de las preocupaciones cotidianas. Con este objetivo, en los últimos meses la diplomacia israelí se concentra en mostrar a Europa el dinamismo de su producción cultural. Hace unas semanas exhibió sus artes en general a un grupo de periodistas europeos, y estos días le toca el turno a las plásticas y el diseño, en el marco de lo que en Tel Aviv se conoce como Art Year (año del arte) y en el que jóvenes artistas están invitados a celebrar la ampliación del museo de Tel Aviv, la renovación del teatro nacional y la flamante cinemateca. La Vanguardia ha participado en este periplo por el nuevo arte israelí.
Curiosamente, la primera parada no es un museo ni una galería, sino un mercado, el del puerto de Tel Aviv, el primer mercado cubierto de la ciudad -y uno de los pocos en el país-, que exhibe variedades de frutas y verduras de la huerta local. Justo encima, en un restaurante moderno y experimental -suena Morcheeba y Gotan Project, muy cool pero años noventa-, se riza el rizo del melting pot de la cocina israelí.
“Cuando se trata de cocinar, todos vamos a las raíces, y nuestra mezcla de procedencias juega a favor”, comenta Shir Halpern, la joven emprendedora que ideó esta lonja y atrajo a los agricultores.
“Creo que la comida es una forma interesante de iniciar un diálogo político, porque está claro que palestinos y otros países árabes comparten nuestra forma de comer. Sólo espero que lo que está pasando en la sociedad, que nada tiene que ver con lo que sucede políticamente, sea un signo de cambio… Los partidos de izquierda están pisando fuerte”.
Es el primero de los pocos posicionamientos políticos que oiremos en el recorrido por Tel Aviv y Jerusalén. Aunque está claro que el aislamiento de Israel respecto a Oriente Medio tiene más de mapa de conexiones de El Al (las líneas aéreas israelíes) que de realidad cotidiana. En Aqua Creations, por ejemplo, firma de diseño puntera en Tel Aviv, confiesan que la exportación a países árabes -los nuevos hoteles de lujo en Riat o Abu Dabi tienen lámparas de la diseñadora Ayala Serfaty- se realiza a través de Gran Bretaña. “Es una cuestión de formas, aunque todos saben que es un producto israelí”, aseguran.
Tel Aviv -cosmopolita, moderna, mediterránea, secular, gay friendly…- ha ido arrebatándole la capitalidad cultural a Jerusalén. El hecho de que en el 2003, la Ciudad Blanca que aglutina más de 2.000 edificios de estilo Bauhaus fuera declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, ha contribuido por un lado a garantizar su preservación -estaban en un lamentable estado-, pero también a encarecer exponencialmente los precios de la vivienda.
Las multitudinarias protestas de indignados el verano pasado comenzaron así: una joven ex estudiante de Cinematografía tuvo que abandonar su piso de alquiler. “Me voy con una tienda de campaña a la avenida Rothschild”, colgó en Facebook, y le siguió un campamento de tiendas blancas que fue todo un hito y símbolo de conciencia social. Judíos y árabes, sefardíes y asquenazíes -judíos procedentes de la Europa del Este-, se unieron por una sociedad más justa en sonadas protestas por todo el país.
Pero volvamos al Art Year de Tel Aviv, donde un centenar de galeristas y 800 artistas habrán participado al cabo del año a cuenta de la ciudad (1,5 millones de dólares). El Ayuntamiento gasta en cultura el 6% de su presupuesto y, sin embargo, es la primera vez que el Museo de Tel Aviv despierta a fórmulas como “puertas abiertas 24 horas” o invita a artistas de última generación, que comparten espacio con la mística muestra de Anselm Kiefer o con la última videoinstalación de Michal Rovner.
Artistas israelíes con proyección internacional como la propia Rovner (Tel Aviv, 1957), que representó a su país en la Bienal de Venecia, Sigalit Landau (Jerusalén, 1969) o Yael Bartana (Kfar Yehezkel, 1970) forman parte de una generación rotundamente aguerrida en las formas pero que sigue abordando los grandes temas… los símbolos culturales israelíes, los ritos de socialización, la identidad judía, el concepto de pertenencia, de regreso, de hogar. O la potencial violencia de una sociedad idealista.
“Durante años, los artistas han escogido aislarse respecto de artistas del otro lado del conflicto. O ser muy políticos, pero no necesariamente actuando con los asuntos de la realidad cotidiana. Las nuevas generaciones están mucho más implicadss, vinculan el arte a la comunidad, a las causas sociales y políticas”, explica el director del Art Year, Adi Yekuteli.
Con un tercio de la población por debajo de la treintena y un alcalde de corte laborista, Tel Aviv se va distanciado del resto del país. “Es más liberal, no religiosa, está menos por el conflicto y más por aceptar”, añade Yekuteli. “Y se nos critica por eso”.
A pesar de ocasionales experiencias positivas de workshops entre gente de ambos lados del conflicto, el arte no es garantía de tender puentes. En el puerto de Jaffa, lo que comenzó siendo un Salón de Arte Palestino se ha convertido en galería comercial básicamente de israelíes. “Los árabes -dicen- son víctimas de boicot si participan de actividades israelíes”. “Aquí la gente es muy paranoica, enseguida piensan que estás haciendo política, así que no tenemos iniciativas mixtas si no es a un nivel más oficial”, co>menta Gaby Ron, del Aimad Center en Jaffa para jóvenes artistas de trayectoria incipiente.
También en Jerusalén se nos advierte que para los palestinos participar equivale a normalizar la situación. Muchos artistas internacionales árabes rechazan exponer. Excepto cuando se trata del Museum of the Seam (el museo del borde, del límite, de la costura que une fronteras), situado en la antigua Línea Verde entre el Jerusalén judío y el palestino. El comisario de este centro de arte contemporáneo para la reflexión sociopolítica (The New York Times lo sitúa entre los veinte principales museos del mundo), escoge piezas de reconocidos artistas internacionales y plantea muestras que a menudo van directas a la yugular del visitante, tan inmerso en la cotidianidad del conflicto árabe-israelí.
“¿Necesitamos un museo para recordarnos que la realidad afuera es dura? Sí, porque desgraciadamente nos acostumbramos a la realidad”, dice Raphie Etgar, comisario y director de este museo, un personaje con los objetivos claros y con una sola fuente de ingresos: 700.000 euros de la familia Von Holtzbrinck.
“No somos ni de derechas ni de izquierdas -añade-, pero nos situamos al límite de lo que está bien y lo que está mal. Miramos cómo puede contribuir el arte a cambiar la situación, a conectar con la gente, y con el pasado a través del presente”.
El museo es un antiguo puesto militar que Etgar ha dejado tal cual, de manera que las piezas de Bill Viola, Andrés Serrano, Christian Boltanski, Ran Slavin, Wim Wenders, Rui Toscano, Tacita Dean, Thomas Ruff… y del propio Etgar, de entre los 25 nombres que conforman la reciente exposición Más allá de la memoria se sitúan en un entorno bélico. “Aquí exploramos lo que tratamos de olvidar, lo que reprime la memoria”, explica el director de este pequeño pero influyente museo. “Es un lugar educacional. Si vieran a los soldados que vienen, cómo luego comentan la exposición. Todas estas expresiones de dolor y muerte les confrontan consigo mismos”. ¿Y qué hay de los artistas árabes? A pesar del boicot cultural que sufren, Etgar logró traer para su anterior muestra hasta quince de ellos, procedentes de Irán, Afganistán, Marruecos… El tema: El derecho a protestar.
En este mismo barrio de Musrara, la llamada tierra de nadie en la que colindan árabes, judíos ultraortodoxos y mizrajim (judíos procedentes del norte de África), un proyecto artístico de gente joven apodado intencionadamente Muslala ha decidido sacar el arte a la calle y trabajar con la comunidad. “Si resuelves algo en Musrara puedes conseguirlo luego a gran escala”, conviene Matan Israeli, uno de sus activistas y de los pocos artistas que no han decidido dejar la ciudad de las tres religiones y emigrar a Tel Aviv. En ambas capitales, la nueva generación se pregunta cómo puede ser el arte más efectivo. “Sacándolo a la calle, a la arena de la cotidianidad”.
La paz de grafiti
“Poner arte en la calle es un acto político. Yo intento mantenerlo lejos de ser directamente político, hacerlo lo más humano posible, abrirlo a interpretaciones. Pero no me considero un grafitero ni un artista de la calle, no pretendía usar la vía pública para exhibir mi obra, sino crear situaciones. Se trata de ser parte del tejido social. Todavía creo en el arte como algo que forma parte de la vida cotidiana, y en Israel no es posible separar tu trabajo de la realidad del país”.
Quien habla es un joven israelí llegado de California en 1996, cuando tenía diez años, y cuya identidad se esconde tras el concepto Know Hope, un juego de palabras entre “know how” (conocimiento) y “no hope” (sin esperanza), con el que está dando mucho que hablar en la escena internacional del arte callejero.
Se le conoce por haber desarrollado una iconografía y un vocabulario especial: un monigote que puede aparecer pintado o en cartón recortado, como el que instaló frente al muro levantado por Israel -”por el lado palestino de Belén, porque no es accesible por el lado israelí”- y al que vincula sistemáticamente a una bandera blanca, la de ningún país. A ella se ve su personaje maniatado -Comprometido y estafado, titula una vez-, o incluso con los brazos amputados, símbolo del sacrificio por el compromiso con la bandera.
“No me posiciono sobre un país sino sobre el país”, añade Know Hope mientras toma un sorbo de su limonada en un café de Tel Aviv. “Creo que quiero que la gente desarrolle una relación más continuada con mi trabajo, por eso lo hago simple, accesible.
Alguien con una marca que escribe en un muro incide mucho más en el universo emocional que una gran pieza en un museo”. “Antes -prosigue- quería describir una imagen para la gente, para de alguna manera vincularlos, entender que la lucha humana es una lucha colectiva, pero estoy derivando hacia una abstracción.
Si sólo dibujo los brazos del personaje ya es reconocible y sugiere situaciones. A veces creo que mi trabajo no significa nada pero que estoy creando las condiciones para que signifique”.
Al mismo tiempo, en Jerusalén, el proyecto artístico Muslala en el barrio de Musrara se ha hecho suyo un pequeño vertedero entre casas. Lo han limpiado, cultivado hortalizas y convertido en amable punto de encuentro para la comunidad, con un taller subterráneo. Y han esparcido sus acciones por los lugares públicos. “Black Panthers Way” (la calle de los Panteras Negras) reza de repente en el rótulo de una calle, a modo de homenaje al movimiento con el que en los setenta los sefardíes y los judíos de países árabes plantaron cara al establishment asquenazí. Y una esquina más allá, la foto de la que fue primera ministra israelí Golda Meier se enmarca en otro rótulo subvertido que ahora reza: “‘They’re not nice’ Alley” (callejón ‘No son amables’), la sucinta frase de Meier tras reunirse con los Panteras.
La prensa local se ha hecho buen eco de esta acción que corre también por la red. ¿Qué dice al respecto el Ayuntamiento, ahora de un color más progresista? “Simplemente mira hacia otro lado”, explica Matan Israeli, del colectivo Muslala, frente a cuyo hogar ha plantado un limonero, “el símbolo de la modernidad que traían a estas tierras los británicos y, a su vez, el símbolo del hogar para los palestinos”. “Es el modo de recordarme que sólo soy un invitado aquí”.
Maricel Chavarría
Publicado en: La Vanguardia

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